Puse mi afán en
buscar
una cruz que no pesara,
para poderla llevar
con la sonrisa en la cara;
Probé de muchos
tamaños
que en mi busca pude hallar,
las que no me hacían daño,
no me dejaban ni andar.
Rogué al cielo su
ayuda
para cambiar mi cruz,
y de su respuestas muda
creo que encontré la luz.
Dios, me llevó a un
almacén
donde había miles de cruces
y me dijo: –Pruébate
aquella que más te guste.
Como un niño de dos
año
empecé a jugara con ellas.
Vi una de tal tamaño,
me pareció la más bella,
deducida y manejable
y apropiada a mi ambición.
Su peso, insoportable,
se clavó en mi corazón.
Al cogerla del estante,
pensé que sería ligera
a pesar de que era grande,
por su preciosa madera.
No me había equivocado,
fue tal cual lo imaginé.
Pero quedé desolado
al enredarse en mis pies.
Probé de miles de
ellas
que
al principio me gustaban,
y en cambio muchas de aquellas
en mi espalda no encajaban.
Al final de una
jornada
hallé un prodigio de cruz;
¡sencilla y acomodada
como en la noche la luz!
Contento como un
infante
a mi casa me marché,
y oí que decía alguien:
–Ya veo que la encontraste.
¡Sí! Satisfecho contesté;
encontré la que buscaba
y nadie podrá entender
cómo la necesitaba:
–Hijo mío, está muy ciego,
no quisiera importunarte,
¿no has visto que con tu juego
cogiste la que dejaste?
La cruz que mando a los hombres,
siempre es la más coherente,
tanto al rico como a pobres,
aunque un poco diferentes.
De ahí que sea esa
cruz
la que más dé tu medida;
la cual será como luz
para el resto de tu vida.
No veas en cruces
ajenas
lo que en realidad no son;
todos arrastran sus penas
con dolor del corazón.
Si alguna ves que blanquea,
no pienses que es su color,
son disfraces y panacea
que el hombre le da al dolor,
para que nadie los vea
que las llevan con amor.
*
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