Al borde del abismo en el vacío,
es como el péndulo de una
campana.
Así se hallaba la sombra de mi
alma.
El frío de la noche me atraía
a el entorno de un genio sin memoria,
ni sentido de la razón alguno.
Herido con la sombra que traspasa la
carne
con la espada del tibio fuego de
una flor.
Pero mi alma se encabritaba
porque no quiere morir en el hastío,
ni mudo de la yedra que, trepa a
la muralla
con los ojos vertidos en el
ocaso.
Flota mi alma al filo del abismo
y el secreto se empaña con el
dulce
amargo de un vino dorado como el
oro.
A lo lejos un ápice de cordura
deja salir a través de un espejo
el rocío que vierte la locura.
Se desliza, como una llama de fuego,
como una muerte blanca sin suspiro.
¿De que muerte me hablas
compañera,
de la muerte del yazca que
corrompe
lo que pisa, maldecido de la
esfera?
¿O la muerte que al nacer
se extiende en las sombras del
abismo
en cada instante y en cada ser?
¿O la de cada momento o minuto que respiras,
esa muerte que consume los tejidos?
–La angustiosa muerte de cada suspiro,
de cada momento de agonía
que hasta salpica el camin
de cada minuto, de cada hora del
día.
Esa es la muerte que se fabrica
con la dura espada de la sinrazón
o del corazón compartido con
alma,
con las encallecidas manos del
silencio,
por los surcos del frío ábrego
o el céfiro sobre las blancas
sienes.
La que vas arrastrando sobre la llagada
o frente, en los surcos de las
murallas
de unos ojos sin lágrimas.
Esa es la muerte más agónica
que sin verle, la sostienes en
las espaldas,
o el reflujo del aire que te
acompaña
y respiras, sin comparación de
nada.
Por eso cuando veo en la distancia
la tenue llama de tus ojos,
es cuando mejor comprendo tu voz
y tu mirada lánguida.
Esa voz que me grita sin
palabras,
traspasándome el corazón y el alma,
con las punzadas de un aire hiriente
que se deja internar como una
rueca
en lo más intimo de mi frente.
Mis auras quedan exhortas
con las cascadas del manantial
que cada día me señala con la
muerte.
Pendiente de un ápice de brisa
que pueda evitar el peligroso
fuego
que en las esquilas del abismo
penden,
con el simple sonido de un
perfume
de una amarga flor ya deshoja,
de una paloma sin alas,
o el llameante estío del otoño
sin verde o el amarillo sin
fragancia.
Una
mano necesito, compañera.
Solamente una mano que acaricie
las esquinas de mi opaco espejo.
Sólo con la mirada de tus ojos
sería más que suficiente
para nadar en las aguas dulces
de esos mares, transparentes.
Sólo con una mirada de tus ojos
que mantuviese encantadas
las máculas de tu piel celeste.
Me sentiría el mejor dotado
para combatir con la atronadora
muerte.
Pero a la muerte que se enreda en
cada paso,
esa que late en el alma, pecho y
frente
no hay quien la separe de la
mente.