No sé,
arrojar desprecio con los labios,
ni escupir a las sierpes del pasado,
¡porque si lo supiese hacer!
Juro que con mis esputos
lapidaría a los reyes endiosados.
Aquellos que rompieron las murallas
de mis desérticos sueños
que aún me arañan hasta el alma.
Sé, que aquellas sombras
murieron
y tan sólo sus cenizas perduran
en los escabrosos deshechos
de entornos que no dan luz.
Como quisiera gritar y
derramar
el veneno que engendraron los cañones
sobre mi pesada cruz
acristalada,
aunque dura como el bronce.
Como a palomas blancas la
inmolaron
con la ira de los fusiles.
Los dioses verdes de la humanidad.
Aquellos que se apoyaron
en los ojos de la muerte
porque no sabían mirar,
ni saborear las mieles del panal
que en los rubios colmenares
se podían deleitar y acariciar,
como ángeles
del cielo.
Me sepultaron en vida
cuando no sabía ni andar,
y aún sangra aquella herida
sin llegar a cicatrizar.
Dios sabe que he perdonado
y que he tratado de olvidar;
ese es mi mayor pecado,
porque no sé, olvidar
el tronar de la metralla,
los refugios subterráneos,
ni la sangre de aquellas gentes
estampada en las paredes
cómo rosas desgranadas;
rojas iguales que amapolas,
semejantes a cataratas.
Fueron los garfios de la muerte
los que enredaron en sus alas
a los que nunca podrán volar,
ni saborear las aguas
de un postrero manantial
que aún creo que nos separa
de la fingida realidad,
la que acaricia mi alma
del cenotafio del más allá
donde duermen golondrinas
acunadas en los brazos de la
muerte
y que ya no pueden gritar.
Perdonar ¡Claro que sí!
¿Pero se pueden olvidar
a los niños repelando cacerolas
de militares, sin saber lo que
es el pan?
¿O lamiendo aquellos huesos
y las mondas de patatas sin
guisar?
¿Cómo podría olvidar
el silbido de las bombas
y el estruendo de aviones
o de criaturas asustadas
que no sabían, ni andar?
Claro que pueden olvidar
aquellos que no han sufrido
en sus carnes las patadas,
del fuego, el hambre y el dolor,
por los cerdos “sin perdón”;
aquellos que nos legaron
el derecho a no tener camas,
ni un plato aunque fuese
de bazofias para poder devorar,
y a callar con él, los gritos del hambre.
¡Claro! que pueden olvidar
los que no han sentido los cuchillos
de las cucharas vacías sin usar,
ni el estampido de un mínimo abrazo
de juguetes de cartón descolorido
por las sombras de la vejez.
Sólo se nos regaló el silencio
y el miedo a los sabios y los piojos
que como hordas galopaban
en la piel desnutrida de los niños sin comer.
Sí, hambrientos de
tantas cosas,
de escuelas
para saber
que hora es cada día cuando
empieza amanecer.
Hambre y sed de las caricias de Dios
porque nada nos dijeron
donde mora el Creador,
sólo que estaba en el cielo
y a nadie se le ocurrió
que Dios estaba en los pechos
de cada niño de aquellos,
con caras ensangrentadas
porque dormían en el suelo,
como millones que vemos
donde no existe el petróleo
de este flamante universo...
Perdonar; ¡naturalmente
que están perdonados
sin rencor y con piedad!.
Por qué ¿quienes fueron las fieras?
Yo no sé a donde estarán,
ni aún sé, si he aprendido,,
cómo se debe olvidar.
*