No me
dejes madre tierra
sin la luz de la mañana,
ni la estrella de la
noche
que se dejan acariciar
con la mirada
de este errante
peregrino.
¡No me dejes! Madre bella
ser el árbol en el
camino, caído
y sediento de la sombra
de tu amparo,
cual golondrina sin nido.
Déjame que me incline
lentamente en el estío
y en el sendero turbulento
de la noche
y con el paso de las
aguas de tu río,
flotaré hasta el lecho
soberano de tus brazos.
Déjame madrecita ser del
viento
una hoja extendida en las
llanuras
que galopa a la grupa de tu
aliento
enredada con las aves y mariposas.
El día que no haga falta
para dormir un jergón,
ni del cielo alguna llama
del fuego que engendró
Dios.
Ese día no habrá nadie
que no sepa hablar de amor.
Y a los ojos de mi cara
no le hará falta un favor,
de la clara luz bañada
con el resplandor del
sol.
*