martes, 12 de marzo de 2019

LA CRUCIFIXIÓN DE CRISTO.


 

“Perdones tanta insistencia”

                                                          *
Quise abrir una ventana
de mi corazón dormido,
cuando pasaba el cortejo
de nuestro Señor herido.

                                      Tuve miedo, ¡sabe Dios!
porque en aquellos sayones
que al Creador fustigaban,
también me encontraba yo,
mi  brazo estaba escondido
en las sombras de la muerte
como un lobo malparido.
               
                                       Y es qué me sentí uno más
en medio de aquella gente 
que gritaban con Caifás,
¡Crucifícale, crucifícale Pilato,
ya que es un criminal!
Sentí vergüenza y espanto
cuando  en sus labios escuché
–"Padre mío, perdónales"
 
                                       Ya no sentía dolor
es asco lo que me daba
cuando escuche aquella voz,
que aun así me perdonaba;
y hasta creo que me miró
con gran amor y bondad
como siempre lo hace Dios,
lo cual me hizo temblar.
 
                                      Me fui detrás de la chusma
que seguía Al Redentor,
y apenas si encontré fuerzas
para pedirle perdón;
y es que el dolor y la vergüenza
no me dejaban ser yo.
De pronto fue la amargura
cuando de bruces cayo
cual si fuese una criatura
de este mundo, en vez de Dios.
 
                                       Llegamos al Gólgota
y en medio de aquellos gritos   
oí, a la Virgen llorar.
Me sentí aún más maldito
al ver que no hacía nada,
para liberar a Cristo
de aquella masa malvada.

Aún creo escuchar los martillos
que los clavos golpeaban
y unos silenciosos gritos
cuando a Cristo desgarraban
la carne ensangrentada
de sus manos y los pies
y la herida del costado
cual un manantial de sangre
que nos hizo estremecer,
al contingente, y su Madre.
 
Abrí aquella ventana
y ante ¡Dios me arrodillé!
Pedí que me perdonara
por haberle sido infiel
cuando me necesitaba
a Jesús, lo abandoné;
y aún voy manchando su cara,
porque jamás supe ver
las veces que perdonaba
lo que le ofendió mi ser.
 
Señor mío, ¡estaré ciego!
o es que mi alma no ve
que camina hacia un fuego
de los siniestros abismos;
no, no creo que sea ceguera,
más bien creo que es egoísmo 
de un ser que todo lo espera,
sin sembrar ni un solo trigo
en tu benigna pradera.
 
¡Señor! El tesoro que poseo
que de tus manos heredé,
sé que es el mayor trofeo
que yo te puedo ofrecer,
limpio cual un camafeo
para ponerlo a tus pies.
Aunque diga que no veo,
Tú sabes que sí, sé ver,
pero dejo que el deseo
se imponga a mi deber.
                *

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