“Espero que alguien me entienda”
*
Las
fauces de la noche se detienen
en los
umbrales del viento oest
y bajo
las sombras del rocío;
es
cuando mi pecho fértil se convierte
en
almizclero de la polen y el estío.
Y al
compás de estampidos de cañones
se
retuercen las sombras de la muerte,
como
cascos de salvajes garañones
que
galopan en las fauces de la mente.
En el frío silencioso de la noche
el que
se descuelga en el dormido recordar;
espinas de tantos sueños lejanos
que
pasaron sin poderles ni tocar.
Pero
un día bien sé, que si anidaron
en las
aguas transparentes de la mar.
En los
mares y el cielo de mi pecho
azotado por el viento más agreste
del
silencio que se inclina hasta soñar.
Pero la noche, ay. la noche
se
convierte en caminos del errante
y en
las cumbres del cansado peregrino
el que bebe de algún
hielo, ya lejano
de las
aguas y espejismos del camino,
donde
existe una muralla de arduo frío
que
araña el silencio de la noche
¿Por
qué me acaricia el dolor aquél, Dios mío?
Ni una sola mano del viento Abrego
se
digna acallar el grito del silencio,
cuando
de mi alma se desprende fuego
de un parto de la trémula agonía.
Ni un
sólo destello viene desde el cielo
que
pueda iluminarme el nuevo día.
Y la
noche interminable, ¡sí penetra!
con sus
garfios afilados en la carne.
Me
duermo con la nana de un hipogrifo
que se
adentra en el lecho de la mente.
Y las
aguas cristalinas de algún río,
se
derrama en delirios de la frente.
Entonces las espadas de la noche
me traspasan con sus dientes de serpiente,
hambrienta y bañada con el fuego del Averno,
donde
danzan los bufones de la muerte.
Sólo las caricias de una alondra,
me
libran de esa espina verde y roja
e ilumina las penumbras de la sombra.
Es
cuando en las aristas de la noche
germinan los tambores de mis empeño,
sin
oscuridad de mares, ni corales
y al
despertar de ese retorcido sueño,
el
crepúsculo se deja acariciar.
Por
las manos blancas de mi alma;
trasladando
las tinieblas del abismo
más
allá del profundo inexistente.
Antes de que el Febo empiece a cabalgar
a la
grupa de las radiantes mañanas,
me
interno en los muros del espejo
donde
el frío me lleva hacia la calle.
Allí
se deja mimar de la mirada
de un
piropo fundido entre los labios
que
descuelga en el espacio comprimido,
de la
musa dormida en los brazos de una rosa
que
con el donaire, fragante de su piel
y con los
destellos semejantes de mujer.
Con las fibras doradas de este juego
voy
bordando el amor y naturaleza
y mi
pluma candentes por el fuego,
para que tú y yo formemos un castillo,
en la
mansión de las estrellas.
Con
flores y en el silencio de quimeras,
con el
nácar y los tambores blancos
engendrado en las sombras de la luna,
donde quedan
sólo huellas de las nubes,
mezcladas
con liras y estradivario
cómplices de dulces melancolías,
batidas por el viento del rocío.
Hasta
que la noche se ahuyenta
a los lejanas fauces del Olimpo
y en
cuya mansión, soy condenad
a
pernoctar en cautividad,
tras
las murallas que nunca se engendraron...
*
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