Para mí, no fue tristeza
aquella melancolía
que resbala en las
sombras del recuerdo.
No es nada más que
un caballo de trapo:
pero que sin saber
el por qué,
ni antes cuando
era niño,
ni ahora en la
vejez,
va cruzando en
mis, facciones
y deformadas en el
papel.
Su cara era
achatada y sus ojos
dos cristales de
un collar:
eran de azul
terciopelo y parecían mirar
y en sus patas se
enredaban en los recuerdos
que ni sé, dónde
se han dormido.
De lo que sí estoy
seguro,
del rasgo de la
narices deformada,
la que siempre
estaban rotas,
ya que otros críos
las pisaban.
Y como siempre se
ha dicho,
“por los suelos aquél
rodaba”.
La forma y nariz rasgada,
no la he podido
olvidar,
de ella se veían
las rajas;
mi madre muy
paciente la cosía
con unos hilos de
lana.
Las patas de mi
caballo
no eran igual de largas.
¿Y sabe usted el
por qué?
Porque los niños
al jugar
de uno a otro lo
pasaban
y las patas le
arrancaban.
Por el suelo la
arrastraban
y a mí me hacían
llorar.
Yo quería aquel caballo.
El que imaginé que
gritaba
y entonces a mi
corazón
el dolor lo
traspasaba.
Aquel caballo
mugriento,
pero de grande
esplendor
en los propios
sentimientos,
una joya de gran valor.
Un día le fui a
coger
y mi caballo no
estaba.
No supe en aquel
momento
del truhán que me
robaba
algo de mí, tan
adentro,
sólo sé, que yo
lloraba.
Paso tiempo cual
montañas
del camino al
senectud
y nunca más supe
de él.
A pesar de
preguntar
a parientes y
conocidos
si le habían visto
pasar.
Él, se ocultó en
el olvido
mi compañero
animal.
Una mañana de invierno
que cabalgaba en
la nieve
de un sueño sin
despertar.
En la reyerta del
sueño
lo encontré en un
desván;
a mi caballo que
estaba
en el quicio de un
zaguán.
Le abracé como a
una estrella
henchido en
felicidad
y entonces vi. que
sus ojos
cansados ya de
llorar
resurgían de los
despojos
del baúl de aquel
desván.
Desde entonces mi
caballo
no deja de galopar
junto a los sueños
alados,
en mi pecho de
cristal.
*
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