jueves, 28 de febrero de 2013

NADIE ME CONOCIA.

  

 
        No existe mayor dolor,
ni más cruel desengaño
que en tu propia población,
te miren como a un extraño.                  

 
       Yo no le temo a la muerte,
ni el infierno, ni la cruz.
Yo sólo temo a la gente
que manchan el cielo azul.
 
            
         Porque no es mi mala suerte
la que me da la agonía.
Es tan sólo y simplemente
el candor de la poesía
 
                  
       que va rasgando en los sueños
y en la noche sin demora
e inclusive cuando sueño
con sus fauces me devora.
 
        Parece una maldición
que en el vientre de mi madre
se clavó en mi corazón
como espinas del baladre.
 
 
       Me siento como un extraño
en mi propia población;
donde tanto desengaño
van mermándome ilusión.
 
      Cuya espada ha rasgando
      el alma y mi corazón.
      Nadie me conocía
      en el lugar que nací.
      Fue tan triste la agonía
      que al hombre no comprendí.

 
      Nadie me conocía
       y yo me sentí morir
       cuando la luz me impedían
a los míos distinguir.

 
        Al hombre no comprendía
en el umbral de la tarde,
y entonces pensé en mi madre
si también me aborrecía.

 
        No me debió de parir,
ni darme nombre siquiera,
ya que no sé distinguir
la verdad de una quimera.

 
        La luna no me alumbraba,
el sol me negó el calor
y mi estrella me negaba
su obligado resplandor.

 
        Busqué en la brisa del viento
en las algas y el coral
a Dios con el pensamiento;
también se negó a escuchar.

 
         Presentí que repetía, 
que era escoria del desierto.
¡Tampoco me conocía!
Me sentí mil veces muerto.

 
         Pensé, ¿Estaré durmiendo?
Y me quise despertar,
y lo que fui descubriendo
semejaba a un muladar.

 
         Realidad despavorida;
tanto, que llegué a llorar
porque la cruz de mi vida
era igual que un retamar.

 
        Las miradas de la gente
parecían ascuas de fuego
que me abrasaban la mente
y a mi corazón de lego.

 
        Sentí asco de mí ser
y la luz que viera un día
el primer amanecer,
del que yo me arrepentía.

 
        Que el hombre me despreciaba,
en sus ojos pude ver.
La mayoría me negaba
el derecho a ser un ser.

 
        Esa flor que le dio vida
al fondo de mi interior,
llegó a ser incomprendida
y se secó de dolor.

 
       Y nadie me conocía
cuando siempre estuve yo,
de esclavo de la poesía    
que derramé con amor.

 
       ¡Maldecir! No voy hacerlo
    porque no es de educación.
   Pero mirarles con genio,    
   eso sí, que lo hago yo
   a los que niegan tal sueños
   de mi ser y su interior.

                                                                        




 
                     



 

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