No temas que, no pienso maltratarte,
aunque se hielen las fibras de mi carne
en los glaciales de yertos manantiales.
Aunque sólo Dios, puede quitarme
el espejismo del pecho y ayudarme
a vencer las ansiedades del hambre.
Espero que no venga:
qué
no venga esa rosa
otra nueva vez a crucificarme:
aunque le llame el otro costado de mí.
Son diferentes mis dos yo, en esa cosas;
uno de ellos prefiere con el silencio,
morir
ante que ofenderte a ti, amada esposa.
Pero en cambio, aquel herrumbre ladino
busca todas las salidas desastrosas.
No le importan los rodeos del camino,
aún quemándose en el fuego, en
pavorosas.
Les persigo en cada paso y destino.
Y no
quiero que lleguen esas rosas.
En la sed del cuerpo y pensamiento,
el que abraza lo mas hondo de mi ser.
Gracias al fuego de Él, que llevo
dentro,
con sus dones me traslada a comprender
que es una sombra de paso, en el
viento,
que con las manos, la quieres detener.
Mi pecho se deshace, a pedazos
fulgurante por lo rubio de la miel.
Y mis ojos golpeándome a mazazos
se deslumbran con las brasas de la
hiel.
Pido al Cielo que me ate piernas y
brazos
ante que a ese abismo me pueda, yo caer.
Brota sangre en mis lágrimas quemadas
que resbalan como perlas en el hielo.
Son espadas que siempre están clavadas,
y que sólo puede consolarme el Cielo,
¿Qué sería de mí sin sus Miradas?
¿Qué sería de mí sin su consuelo?
Sería una sombra, sin vida y sepultada;
fría como témpanos de mármol o hielo.
Sería brisas de quimeras o una nada,
comparable, a gavilanes en vuelo.
Prefiero ser la sombra de un mendruda
antes que mi alma, pierda el Cielo.
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