lunes, 2 de abril de 2012

LA CRUCIFIXIÓN DE NUESTRO SEÑOR

Les ruego que me disculpen,
por volverme a repetir, con este
poema. Pero si no lo hiciese, lo
consideraría un acto de cobardía.
en estas fechas que nos encontramos.
*

Quise abrir una ventana
de mi corazón dormido,
cuando pasaba el cortejo
de nuestro Señor herido.

Tuve miedo ¡Sabe Dios!
porque en aquellos sayones
que al Creador fustigaban,
también me encontraba yo.
Mi brazo estaba escondido
en las sombras de la muerte,
cómo un lobo malparido

Y es que me sentí uno más
en medio de aquella gente
que gritaban con Caifás,
¡Crucifícale, crucifícale Pilato
ya que es un criminal!
Sentí vergüenza y espanto
cuando en sus labios escuché
–"Padre mío, perdónales"

Ya no sentía dolor
es asco lo que me daba
cuando escuche aquella voz
que aun así me perdonaba:
y hasta creo que me miró
con gran amor y bondad,
como siempre lo hace Dios:
la cual me hizo temblar

Me fui detrás de la chusma
que seguía Al Redentor,
y apenas si encontré fuerzas
para pedirle perdón.
Y es que el dolor y la vergüenza
no me dejaban ser yo.
De pronto fue la amargura
cuando de bruces cayó,
cual si fuese una criatura
de la tierra, en vez de Dios.

Llegamos al Gólgota
y en medio de aquellos gritos
oí, a su Madre llorar.
Me sentí aún más maldito
al ver que no hacía nada,
para liberar a Cristo
de dicha masa malvada

Aún creo escuchar los martillos
que los clavos golpeaban
y unos silenciosos gritos
cuando a Cristo desgarraban
la carne ensangrentada
de sus manos y los pies
y la herida del costado:
como un manantial de sangre
que nos hizo estremecer,
a todos y, a Nuestra Madre.

Abrí aquella ventana
y ante ¡Dios me arrodillé!
Pedí que me perdonara
por haberle sido infiel
cuando me necesitaba,
a Jesús lo abandoné.
Aún voy manchando su cara,
porque jamás supe ver
las veces que perdonaba
lo que le ofendió mi ser.

Señor mío, ¿estaré ciego
o es que mi alma no ve
que camina hacia un fuego
a donde sólo tendrá sed?

                   No, no creo que sea ceguera,
más bien creo, que es el egoísmo
de un ser que todo lo espera,
sin sembrar ni un sólo trigo
en sus benigna pradera.

¡Señor! El tesoro que poseo
que de tus manos heredé,
sé que es el mayor trofeo
que yo te puedo ofrecer;
limpio como un camafeo
para ponerlo a tus pies.
Aunque diga que no veo,
Tú sabes que sí, sé ver,
pero dejo que el deseo
se imponga a caulquier deber...

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