Me
estoy haciendo mayor
y por eso no comprendo
al que está a mi alrededor.
Talvez, yo sea un aedo
de la sombra del dolor,
o quizá, yo fui el Averno
que no supo dar calor,
del que hoy ando pidiendo.
No hacen falta grandes cosas
para dar felicidad.
Simplemente unas rosas.
Un te quiero o ¡Hola papá!
puede ser lo suficiente
para llegar a colmar,
parte de algún continente
de un alma en la soledad.
Cuando suelo ver la gente
que gime y llora sin cesar,
y deshechas amargamente.
Por esa causa normal
que es la sombra de la muerte,
en el trayecto final.
Por que se muere un pariente.
Siento ganas de gritar,
porque, sólo, es vanidad.
Vanidad y algo de hielo
en el corazón vacío,
ya que aveces, el consuelo
es afluente de algún río
del tesoro que tuvieron
y que hoy, ya se ha escondido,
más allá de los luceros.
Esto nunca me ha impedido
distinguir la claridad
del oscurecido olvido,
carente de alacridad.
Para dar flores en vida
al que hoy suelen llorar,
en la tumba compartida
con la fría realidad.
¡Qué
lastima, madre mía,
esas personas me dan!
Ya que la misma agonía
cualquier día degustarán,
cuando menos piensen, un día.
Y entonces ellos dirán
que no se lo merecían.
Sin llegarse a imaginar
que fue lo que sembrarían.
Ya sé que no es la maldad,
es simplemente apatía
lo que nos hace olvidar,
de felicitar un día
los padres o las mamás,
mientras estos repetían.
¿Cómo pudimos engendrar
sierpes con tal felonía?
*
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