martes, 10 de marzo de 2020

SENTI MIEDO DE LOS DONES.

 

Sentí miedo de los dones
que acariciaban mi frente,
y hasta envidia de la flor
que se enreda en el relente,
cómo lágrimas del alma,
y lloré cuando su perfume
me salpicaba la cara.

Fue miedo, a la dulce flama
que en el corazón sentí.
Eran igual que rosas blancas
que posaban sobre mí
y aquellas tiernas miradas
que jamás yo merecí,
ya que soy menos que nada.
Ni por asombro decir
el color de las magnolias,
el fulgor de las estrellas
y mucho menos medir
la distancia que me lleva
a las sombras que te bañan.
 
No hace falta que me escupan
los  recuerdos en la cara.
Porque la escoria de la mente
y las cenizas del silencio
son en mi pecho cloacas,
de laberintos  siniestros,
de espinas que van clavando,
una  y una y otra vez
lo que las sombras dejaron
de un lejano amanecer.

Saludo a las montañas,
con la misma confianza
que otros lo hicieron ayer.
De sus guiños voy sintiendo
los requiebros de mujer
y con cierta desconfianza,
les voy besando los pies
y lo hago con el mayor frenesí,
como si yo fuese un ser
que nunca tuviera patria
para un día descansar
un momento las espaldas,
de un alma muerta de sed,
y que como ascuas arde
en los garfios de la hiel.

¿Aún no recuerdas la nostalgia
del agua de aquél ayer?
–No, no recuerdo nada,
solo que soy hijos de alguna estrella
o hermano del olvido
de alguna  luz apagada,
de un dudoso amanecer
que duerme, ya sepultad
en el vientre de un recuerdo
que aún  no sé, si fue un sueño
que tuviese alguna vez.
                *

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