Sentí miedo de los
dones
que acariciaban mi
frente,
y hasta envidia de
la flor
que se enreda en el
relente,
cómo lágrimas del
alma,
y lloré cuando su perfume
me salpicaba la
cara.
Fue miedo, a la
dulce flama
que en el corazón
sentí.
Eran igual que rosas
blancas
que posaban sobre mí
y aquellas tiernas
miradas
que jamás yo merecí,
ya que soy menos que
nada.
Ni por asombro decir
el color de las
magnolias,
el fulgor de las
estrellas
y mucho menos medir
la distancia que me
lleva
a las sombras que te
bañan.
No hace falta que me
escupan
los recuerdos en la cara.
Porque la escoria de
la mente
y las cenizas del
silencio
son en mi pecho
cloacas,
de laberintos siniestros,
de espinas que van
clavando,
una y una y otra vez
lo que las sombras
dejaron
de un lejano
amanecer.
Saludo a las
montañas,
con la misma confianza
que otros lo
hicieron ayer.
De sus guiños voy
sintiendo
los requiebros de
mujer
y con cierta
desconfianza,
les voy besando los
pies
y lo hago con el
mayor frenesí,
como si yo fuese un
ser
que nunca tuviera
patria
para un día
descansar
un momento las espaldas,
de un alma muerta de
sed,
y que como ascuas
arde
en los garfios de la
hiel.
¿Aún no recuerdas la
nostalgia
del agua de aquél
ayer?
–No, no recuerdo
nada,
solo que soy hijos
de alguna estrella
o hermano del olvido
de alguna luz apagada,
de un dudoso
amanecer
que duerme, ya
sepultad
en el vientre de un
recuerdo
que aún no sé, si fue un sueño
que tuviese alguna
vez.
*
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