No soy capaz de detener los suspiros,
ni los alaridos del corazón
cuando los ojos se extienden
hasta los labios del Sol.
Y en la cumbre silenciosa
que el cielo me regaló
una montaña de cosas
cual terciopelo de flor.
Cuando la sombra se deja acariciar
por la sonrisa que el tiempo se dejó
sobre las murallas de la mente,
para que llevara siempre
la luz brillante del viento
y los destellos de un nuevo sol
que va surcando la piel.
¡Y digo, Gracia Señor!
porque vi, otro amanece.
Después de cumplirse aquello
que el hombre suele soñar
de los lejanos destellos
cuando él, empieza andar.
Creo que no es vanidad
si se habla en la distancia
de una avanzada edad,
ya que algún día en la infancia
se pensó si llegarás
a degustar los aledaños
que el cielo te pueda dar:
cumplir ochenta y dos años
y ser persona normal,
sin mirar a los desengaños
que el tiempo suele dejar
esparcidos en el camino
que tuviese por andar
entre rosales y espinos…
*
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