viernes, 1 de octubre de 2010

SENTI MIEDO DE LOS DONES.

Sentí miedo de los dones
que acariciaban mi frente,
y hasta envidia de la flor
que se enreda en el relente
cómo lágrimas del alma.
Y lloré cuando el perfume
me salpicaba la cara.

Fue miedo, o la dulce flama
que en el corazón sentí.
Era igual que rosas blancas
que posaban sobre mí.
Y aquellas tiernas miradas
que jamás yo merecí,
ya que soy menos que nada.
Ni por asombro decir
el color de las magnolias,
el fulgor de las estrellas
y mucho menos medir
la distancia que me lleva
a la sombras que te bañan.

No hace falta que me escupan
los recuerdos en la cara.
Porque la escoria de la mente
y las cenizas del silencio
son en mi pecho cloacas,
de laberintos siniestros,
de espinas que van clavadas
una y una y otra vez en
lo que las sombras dejaron
de un lejano amanecer.

Saludo a las montañas
con la misma confianza
que otros lo hicieron ayer.
De sus guiños voy sintiendo
cual requiebros de mujer.
Con cierta desconfianza,
les voy besando los pies
y lo hago, con frenesí,
como si yo fuera un ser
que nunca tuviera patria
para un día descansar,
ni un momento las espaldas,
de un alma muerta de sed,
y que como ascuas arde
en los garfios de la hiel.

–¿No recuerdas la nostalgia
del agua de aquél ayer?
–No, no recuerdo nada,
sólo que soy hijos de alguna estrella
o hermano del olvido
de alguna luz apagada
de un dudoso amanecer
que duerme, ya sepultado
en el vientre de un recuerdo
que aún no sé, si fue un sueño
que tuve alguna vez.

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